CONSIDERACIONES
irreversibles o catastróficas. De hecho, eso ha
sucedido a lo largo de la historia de nuestro país, y a
medida que la presión humana ha aumentado, el espacio
para la sobrevivencia de las formas biológicas
originales ha ido disminuyendo, o ha sido totalmente
adulterado.
Alejandro de Humboldt nos informa que, hace 200 años,
las babas del río Manzanares se acercaban al hombre sin
atacarlo, y los delfines, que a menudo remontaban el río
durante la noche, se entretenían asustando con sus
bufidos a los bañistas nocturnos que se refrescaban en
las claras aguas del río. En efecto, añade con
palabras a la vez expresivas y entusiastas: "Los
tigres, los cocodrilos y aún los monos no le tienen
miedo al hombre; los árboles más preciosos, como el
guayacán, la caoba, el palo brasil, el campeche, la
cuspa (quina) avanzan hasta la costa, y con sus ramas
entrelazadas impiden a veces el abordo a ella. El aire y
el agua están colmados de las aves más raras y de
colores soberbios. Desde las boas, que devoran un
caballo, hasta el colibrí que se mece sobre el cáliz
de las flores, todo nos dice cuan grande es aquí la
naturaleza, cuan poderosa y sosegada al mismo
tiempo".
Sería utópico pensar en restablecer en los suburbios
urbanos situaciones ecológicas como las que reinaban
hace dos siglos. Sin embargo, es impostergable la
necesidad de controlar la acción depredadora del hombre
sobre la vegetación originaria que aún cubre las montañas
del Estado, a fin de no seguir deteriorando las
condiciones ambientales y climáticas de la región.
Este deterioro y sus consecuencias negativas en la Nueva
Andalucía ya se apreciaban hace muchos años, según
atestiguaba Humboldt cuando escribía: "Los
habitantes observan con razón que en muchos puntos de
su provincia aumenta la sequía, no solo por volverse el
suelo de año en año más grietoso por la frecuencia de
los temblores de tierra, sino también porque hoy está
menos provisto de bosques de lo que estaba en la época
de la Conquista."
La cubierta de vegetación natural de las montañas actúa
como agente condensador de la humedad atmosférica,
gracias a lo cual regula el clima y favorece las
precipitaciones; además, evita la
erosión y las inundaciones, surte los caudales de los ríos
y aumenta el agua disponible para el consumo humano.
Pero, a medida que esa cobertura vegetal protectora del
suelo es eliminada, es más violento el impacto del sol
sobre el suelo desnudo, que se vuelve reseco y estéril,
y por tanto no ejerce ningún efecto condensador sobre
la humedad atmosférica.
Por otra parte, como ya argumentaba Humboldt, la
benignidad del clima, la fertilidad de la tierra y la
producción de las plantas alimenticias del trópico
permite un mayor rendimiento por área que en las
regiones templadas; y mientras en aquellas "el
cultivo de los cereales contribuye a extender una triste
uniformidad sobre los terrenos desmontados, en las
regiones tropicales permanece todavía la tierra
cubierta de bosques vírgenes a inmediaciones de las
ciudades más populosas"; y se auguraba que
"la zona tórrida conserve esta majestad de las
formas vegetales, estos rasgos de una naturaleza virgen
e indómita, que tan atrayente y pintoresca la
hacen", por muchas generaciones futuras.
De hecho, la moderna toma de conciencia de la necesidad
ecológica de que se conserven intactas porciones
significativas de la naturaleza prístina de nuestro país,
con su invalorable riqueza genética, ha motivado la
creación de una corona de parques nacionales,
monumentos naturales y zonas protegidas a todo lo largo
y ancho del país. De ellos, cuatro se encuentran en el
Estado Sucre
El primero, en orden de tiempo, fue el Parque Nacional
Mochima, creado por Decreto Presidencial No 1.534, del
19 de dicembre de 1973, y que abarca unas 94.935 hectáreas.
De ellas,, el 42% está constituido por la porción
continental, que pertenece a las estribaciones
orientales de la Cordillera de la Costa y por el sur
llega hasta el río Neverí y el embalse del
Tu-rimiquire; pero abarca también todo el mar
territorial adyacente (52%) con sus islas (6%), desde el
Morro de Barcelona hasta la Punta El Peñón, cerca de
Cumaná. Entre estas islas, son las más notables:
las Caracas (del Este y del Oeste), la Picuda Grande,
Monos, Venado, las Chimanas, Arapo y Arapito, y las
Borrachas. Sin embargo, sus puntos más atractivos son:
Playa Colorada, la playa y golfete de
Santa Fe y la incomparable bahía de Mochima, que hace
pensar en un fiordo tropical.
La porción insular del Parque es sumamente árida, con
excepción de algunos manglares en sitios de aguas poco
profundas. En cambio, en tierra firme, detrás de los
bordes de manglares y manzanillos de playa, muy pronto
comienzan a imponerse los típicos espinares y
cardonales de la costa, y también la vegetación
sabanera en puntos de suelo calcáreo y pobre en
nutrientes. Luego, a medida que se sube por las faldas
de las montañas, la vegetación va aumentando en
diversidad y exuberancia, hasta que finalmente en los
espinazos de las filas, entre los 700 y 1000 m, se llega
a los bosques húmedos siempre verdes, que son
verdaderas selvas nubladas.
Paralelo, y condicionante de las diversas zonas de
vegetación, es el distinto régimen de lluvias, que
hasta los 200 m no pasan de los 250-500 mm anuales;
hasta los 600 m son de 300-1000 mm por año, y en las
partes más elevadas de las filas alcanzan los 2000 mm.
Para un estudioso de la naturaleza, pues, el Parque
ofrece una rica gama de gradaciones y contrastes, desde
las iguanas verdes con cabeza blanca (isla Picuda
Grande) y gigantescos lagartos negros (Cnemidópkorus
lemniscatus) de hasta 1,50 m de largo de las islas
Caracas, a los cachicamos gigantes (Priodondes
giganteus) de las montañas del sur; desde las variadas
formaciones rocosas, cuevas, peñascos y acantilados de
la costa, a la riqueza de especies animales y vegetales
de la porción meridional. Sin embargo, los
vaca-cionistas y visitantes consuetudinarios lo
prefieren por sus playas y sus paisajes marinos, y por
sus facilidades para realizar excursiones en lancha y en
peñero y practicar el submarinismo, incentivado por los
hermosos arrecifes de coral que rodean las islas y
partes de tierra firme y en muchos puntos son visibles
en el fondo de las aguas tranquilas y poco profundas.
Además de todos sus atractivos paisajísticos y turísticos
y su diversidad biológica, una de las razones prácticas
que motivaron la creación del Parque Nacional Mochima
fue la circunstancia de que su mar es sumamente rico en
fitoplancton, que proporciona alimento a una gran
cantidad y variedad de especies marinas, a tal punto que
esta zona se considera la más importante de Venezuela
por su riqueza pesquera. Este Parque, pues, es
providencial tanto como área natural de esparcimiento
para las populosas ciudades de Barcelona, Puerto La Cruz
y Cumaná, como por impulsar una dinámica actividad
pesquera e industrias que procesan alimentos del mar.
Viene, en segundo término, el Parque Nacional Península
de Paria, creado por Decreto Ejecutivo No 2.982, del 12
de diciembre de 1978, y con una superficie de 37.500
hectáreas. Ubicado en el extremo oriental de la península,
abarca la porción superior de la Cordillera de Paria,
desde los 500 m a los 1370, en el Cerro de Humo, su
altura máxima, y se extiende desde la Boca de Cumaná
hasta el Promontorio de Paria.
Cubierto por una densa vegetación, que comienza con una
orla de cocoteros en las escasas playas, le sigue luego
un boscaje seco, con sus culebras, tortolitas, pájaros
carpinteros, cucaracheros, atrapamoscas y gavilanes, y a
partir de los 500 m llega a formar una lujuriante selva
tropical, que hacia las cumbres se ve casi siempre
envuelta entre "humaredas" de nubes
-circunstancia que motivó el nombre del Cerro "de
Humo".
Además, en las pocas playas de la cara norte, a
comienzos de marzo desovan las tortugas marinas, y en la
pequeña isla de Patos, que también pertenece al
Parque, se reproducen por millares las aves marinas de
todo el continente.
Esta porción de la península de Paria fue propuesta
como Parque Nacional por el Dr. Julián Ste-yermark, en
el marco del Primer Congreso Venezolano de Botánica
(Caracas, 11-13 de febrero de 1971), en razón de su
alto índice de endemismo. Se considera, en efecto, uno
de los puntos con mayor número de elementos endémicos
del país, tanto botánicos como zoológicos. Entre
estos, además de muchos insectos multicolores, vale la
pena destacar el pequeño atrapamoscas conocido como
candelita de Paria (Myio-borus páriae) y por lo menos
tres tucusitos endémicos y en peligro de extinción, es
decir, el colibrí tijereta (Hylonympha macrocerca) de
larga cola bífida, el ala de sable verde (Campylópterus
ensipennis) y el colibrí bronceado coliazul (Ama-zilia
tobaci); además, la perseguida casiragua o rata
espinosa (£chino-mys guiánae}, de carne exquisita, y
el raro perro de monte (Speothos venáticus), entre
otros.
Casi en el extremo este del Parque se encuentra también
la población de Macuro, el punto donde Cristóbal Colón
en 1498 pisó suelo continental en lo que llamó la
"Tierra de Gracia", a causa de lo exuberante
de su vegetación, la sencillez de sus pobladores, la
benignidad del clima y lo extraordinario del paisaje.
Por todo lo anterior, es evidente que preservar intacta
esa porción del territorio patrio es para Venezuela un
motivo de orgullo y una responsabilidad muy seria con
las generaciones futuras.
Le sigue el Parque Nacional Turuépano, creado por
Decreto Ejecutivo No 1.634, del 5 de junio de 1991, y
localizado frente al golfo de Paria, al norte del río
San Juan. Sus 60.000 hectáreas de manglares, sabanas,
bosques y lagunas, de gran fragilidad ecológica, y la
elevada precipitación de 1.800 mm anuales, conforman un
mundo cenagoso y primordial, donde la vida está
gobernada por el subir y el bajar de las mareas. Estas
hacen variar diariamente el nivel del agua hasta en 3 ó
4 metros, y a cada retirada dejan un poco más de
sedimentos, algas y detritos atrapados entre la maraña
de raíces de los mangles, que forman bosques enormes,
intrincados e intransitables, alcanzan alturas de 20 a
25 metros y están cubiertos de barba de palo
(Tillandsia usne' oides). Es un ambiente de altísima
humedad, agobiado por la plaga y poblado por garzas,
martines pescadores, cotúas, alcatraces, tijeretas de
mar, conotos, patos y otras aves, ostras, cangrejos,
babas y tiburones. Entre los peces se destacan los
curiosímos cipoteros (Anableps microlepis), de cuerpo
fino y alargado, que nadan en grupos numerosos y siempre
a flor de agua cerca de la orilla de los caños. Sus
ojos saltones sobresalen por encima de la cabeza y
poseen un tabique horizontal que les permite simultáneamente
la visión aérea y la visión subacuática. En horas de
la tarde, cuando baja la marea, los cipoteros permanecen
sobre el estrato fangoso que queda expuesto, y organizan
exhibiciones de chapoteo en masa y ágiles carreras por
el barro.
Aquí, también, entre grandes extensiones de nenúfares,
"tabaco" (Pistia stratiotes) y lirios de agua,
todavía quedan "vacas marinas" o manatíes
(Trichechus manatus), que los pescadores ocasionalmente
atrapan en sus redes, y son muy perseguidos por su
carne.
De noche, todo el Parque late con el infinito croar de
los batracios, que le merecieron a su isla mayor el
nombre chaíma de Turué-pano, "Lugar de sapos y
ranas"; y los murciélagos revolotean zigzagueando
en procura de alimento, mientras nubes de cocuyos,
"errante flor de fúlgida hermosura, flor de
luz", alumbran titilando en la oscuridad.
Donde el terreno se levanta un poco más -la altura máxima
en el Parque llega a los 10 m-, las orillas de los caños
están bordeadas por avena de agua (Thaliageniculata},
vigorosas masas de ocumillos o boroboros (Montrichardia
arbo-réscen) densos juncos de molinillo (Cyperus
giganteus), bíjaos (Heliconia bihai, H. marginara y
otras hierbas altas.
Por último, el Parque Nacional El Guácharo, creado el
27 de mayo de 1975 mediante Decreto Presidencial No 942,
inicíalmente con 15.000 hectáreas de extensión, y hoy
ensanchado hasta las 67.000 ha, abarca las serranías
entre los Edos. Sucre y Monagas, con un paisaje de
bosques, sabanas, valles y agrestes serranías con
paredes calcáreas, caprichosamente erosionadas y con
cumbres que pasan de los 2000 m de altura. En su área
nacen los ríos Colorado o Alto Guarapiche, Caripe, y
especialmente el Carinicuao y el Cariaco, el cual
abastece de agua el acueducto submarino a la isla de
Margarita. De
todos modos, el atractivo especial de este Parque es la
Cueva del Guácharo, explorada en septiembre de 1799 y
publicitada por Alejandro de Humboldt. El fue, en
efecto, quien estudió los guácharos, hasta entonces
desconocidos para los zoólogos de su tiempo, y los
denominó para la ciencia como Steator' nis caripensis,
es decir, "Aves gordas de Caripe". Lo que
motivó este nombre fue la circunstancia de que los indígenas
de la localidad, por la fiesta de San Juan, entraban a
la cueva con largas pértigas y tumbaban los pichones de
guácharo, ricos en una grasa, que se utilizaba como
condimento y también para alumbrarse de noche.
De allí, una vez más, que la conservación de esa
extraordinaria cueva y de los bosques que la rodean,
también explorados por Humboldt y Bonpland en su travesía
por Venezuela, además de constituir un poderoso
atractivo para los aficionados al turismo ecológico,
sea para nuestro país un motivo de orgullo y un deber
con las generaciones del mañana. En efecto, el hombre,
como decía John Muir, además de necesidades económicas
y materiales, tiene también la ineludible urgencia
espiritual de poder sumirse, siquiera ocasionalmente,
dentro de la naturaleza virgen, que le refresque el espíritu
y le permita soñar. Solo así podrá conocerse
realmente a sí mismo, sentirse vinculado emocionalmente
a la propia tierra y comprender el sentido de su
presencia en el mundo.
Pero, además, el conocimiento de los hermosos árboles
y las flores que pueblan todavía nuestros bosques,
permitirá utilizarlos sabiamente en tareas de
reforestación y como ornato y complemento de nuestras
casas y jardines.
Satisface el espíritu constatar que esto ya se ha
estado haciendo, y nos complace ver hermosos robles,
apamates, araguaneyes, gua-yacanes, ceibas, tocos,
chaguaramos, cocoteros y otros árboles autóctonos
embelleciendo y sombreando parques, plazas y avenidas;
pero la lista de plantas disponibles para tales fines
podría aumentarse mucho más, con lo cual nuestras
poblaciones adquirirían un aspecto más típico y
tropical. Por otra parte, no hay como un árbol con su
exuberante follaje para modificar radicalmente un sitio
abrasado por el sol, y la misma arquitectura de su copa
y del ramaje
Toda esa vegetación abundante y heterogénea es el
ambiente natural para una variada fauna, constituida
tanto por reptiles (muchos de ellos ponzoñosos), como
aves y mamíferos, a-demás de muchos insectos, que con
su febril actividad son agentes que fecundizan las
flores del bosque, y así contribuyen eficazmente a la
sobrevivencia y perpetuación de muchas especies
vegetales, que sin ellos no podrían reproducirse.
Duele decir, sin embargo, que ese mundo es completamente
extraño, cuando no opuesto a los intereses del hombre
pragmático y primario, que penetra en él como un
agente destructor, sin pensar que de este modo puede
estar cavando su propia fosa.
Comentarios finales
como un gesto de dominio, que destruye o amolda a sus
intereses y necesidades el ambiente natural que lo
rodea. Baste observar, para convencerse de ello, los
paisajes "domesticados" de Europa y Norteamérica,
donde grandes extensiones de cultivos unen las
poblaciones y los caseríos entre sí, y no dejan casi
espacio para la vegetación originaria del lugar.
La presencia del hombre sobre la tierra ejerce
necesariamente un impacto sobre el medio ambiente
natural; pero cuando esa presencia se expresa en forma
de núcleos urbanos con centenares de miles o millones
de individuos que actúan anárquicamente y en actitud
depredadora, el impacto puede provocar consecuencias
negativas
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